
Hombres, mujeres, niños y niñas, muertos.
Y una parte de Europa llora, grita, quiere que se salven, que no mueran, pero... pero que no vengan, que se vayan, que desaparezcan, que no existan y que no tengamos que verlos en la tele, y menos en nuestras calles, con sus mantas, en el metro, o en las escaleras de nuestras casas.
Algunos de forma irresponsable promueven el miedo a “los otros”, “los ilegales”, “los que vienen a vender sin licencia”, ”a gastar nuestra sanidad”, “a quedarse nuestras ayudas”, “a ocupar nuestras plazas de colegio”, “a pedir”, “a mendigar” “a delinquir”...
Pero el miedo es sólo eso: miedo. Nuestro miedo a vivir un poco peor contra su miedo a no sobrevivir. Nuestro miedo a tener que compartir una pequeña parte del bienestar contra su miedo al hambre y a la muerte, tan profundo que les ha dado el valor de arriesgarlo todo, para venir sin otro equipaje que el propio miedo.
Miedo contra miedo. Y el suyo es más fuerte. Así que: abramos los ojos. No va a haber suficientes muros ni alambres que paren esto. Ni gases lacrimógenos ni pelotas de goma. O abordamos un drama humano desde la capacidad de amar que nos hace humanos, o acabaremos todos deshumanizados. Y habrá más muertos, muchos más. Ésta no es una batalla para protegernos de “los otros”. Ahora mismo esto es una guerra contra la vida.
Que los gobiernos dejen de amenazar con el “Efecto llamada”. Lo que necesita Europa, urgentemente, es una “Llamada al afecto”, una llamada a la empatía. Podrían ser nuestros hijos, hermanas o madres. Podríamos ser nosotros, como también fueron exiliados muchos de nuestros abuelos.
(Adaptado, por Juan Miguel Vergara, de un texto que Ada Colau ha publicado estos días).
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