Tengo a mi familia preocupada. Desde hace cinco días no dejo de sonreír ni de día ni de noche. El médico de cabecera me ha sacado sangre y ha solicitado al laboratorio una analítica de opiáceos, no cree que -como yo le he contado- el desencadenante de mi extraña alegría sea el rescate de los 33 mineros chilenos
atrapados en el yacimiento de San José. Coincidiendo con la salida del último de ellos, Luis Urzúa, tuve lo que filósofos y místicos llaman “una experiencia cumbre”. Un momento de inusual clarividencia en el que el mundo se presenta con una coherencia abrumadora. Un instante en el que supe que los cinco millones de niños y niñas que mueren cada año en las minas del hambre y la miseria serán felizmente rescatados antes de que acabe este año.
En ese momento de éxtasis, las lógicas sociales y matemáticas se me mostraron evidentes. Cuando una nación decide plantarle cara al destino y no escatima en medios materiales y humanos, es posible hacerle una cesárea de 700 metros al vientre de la tierra para que 33 vidas vean nuevamente la luz.
El rescate de los mineros ha costado 14 millones de euros, casi medio millón por minero. Según los especialistas en las “minas del hambre”, 167 € bastarían para rescatar a un niño de las garras de la desnutrición; esto es, un 0,033 % de lo que ha “costado” salvar a un minero.
¿Cómo no estar feliz? Sólo falta que un presidente respondiendo al clamor de su pueblo se ponga un casco y decida no moverse de la “mina del hambre” hasta que no salga de la cápsula el último de los niños. Un momento que retransmitirán todas las televisiones del mundo. Un instante en el que el planeta entero se abrazará para festejarlo.
No es un sueño, lo he visto hace una semana en Copiapó. ¡Y mi médico de cabecera quiere volver a sacarme sangre...!
No hay comentarios:
Publicar un comentario