En
los días actuales vivimos tiempos tan atribulados políticamente que acabamos
psicológicamente alterados. No ver caminos, andar a ciegas, a la deriva como un
barco sin timón, nos quita el brillo de la vida. Acabamos olvidando las cosas
esenciales.
Si
miramos la historia, constatamos que la humanidad siempre se preguntó por la
Última Realidad. Se daba cuenta de que no podía saciar su sed infinita sin
encontrar un objeto infinito adecuado a su sed. No conseguiría explicar la
grandeza del universo y nuestra propia existencia sin aquello a lo que
convencionalmente se llama Dios, aunque tenga otros mil nombres según las
diferentes culturas.
A pesar
de esta búsqueda incansable el testimonio de todos es que “nadie ha visto nunca
a Dios”. Si no podemos verlo, podemos identificar señales de su presencia.
Basta prestar atención y abrirnos a la sensibilidad del corazón.
Me
impresiona el testimonio de un indígena cherokee norteamericano que habla de
alguien que buscaba desesperadamente a Dios pero no prestaba atención a su
presencia en tantas señales. Cuenta él:
«Un
hombre susurró: ¡Dios, habla conmigo! Y un ruiseñor empezó a trinar. Pero el
hombre no le prestó atención. Volvió a pedir: ¡Dios, habla conmigo! y un trueno
resonó por el espacio. Pero el hombre no le dio importancia. Pidió nuevamente:
¡Dios, déjame verte! Y una enorme luna brilló en el cielo profundo. Pero el
hombre ni se dio cuenta. Y, nervioso, comenzó a gritar: ¡Dios, muéstrame un
milagro! Y he aquí que nació un niño. Pero el hombre no se inclinó sobre él
para admirar el milagro de la vida. Desesperado, volvió a gritar: ¡Dios, si
existes, tócame y déjame sentir tu presencia aquí y ahora. Y una mariposa se
posó, suavemente, en su hombro. Pero él, irritado, la apartó con la mano».
Lo opuesto a creer en Dios no es el ateísmo,
sino la sensación de soledad y desamparo existencial. Con Dios todo se
transfigura y se llena de sentido.(Boff).