Hace años ansiaba cosas extraordinarias, buscaba relaciones perfectas,
esperaba que me admirasen por algo, estudiaba con ahínco para llegar al diez,
me medía con la perfección, tenía siempre miedo a no estar a la altura y exigía
tanto a los demás que siempre me fallaba y me fallaban.
Con el tiempo entendí que lo extraordinario es que amanezca cada día,
que se abran las flores en primavera, que un niño venga al mundo, que se deje a
un abuelo mostrarse sabio, que la luna siga inspirando a los poetas, que los
sentidos perciban tanto y la intuición no falle, que un sueño pueda ser más
real que una evidencia, que las abejas fabriquen dulce miel, que la amistad no
se agote o que el silencio hable más que las palabras.
Hoy ya no quiero personas
perfectas a mi lado, ni pegadas al espejo, ni pagadas de sí mismas, tan solo
saborear la amistad.
No espero que me admiren, sino querer y que me quieran. No quiero
dieces si se llevan la alegría de aprender de los errores.
Ni quiero enterrarme solita por miedo a fallar o
a que me fallen.
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