Que abunden las personas solidarias es una espléndida
noticia que de ninguna manera debemos minusvalorar. Además, si la solidaridad
aumenta, en extensión y en intensidad, seguro que se abren abundantes vías de
mejora, cuando no sencillamente de solución, para los mil y un disfraces que
adopta cada día la miseria.
¿Por qué no ser audaces y soñar que lo pode
mos
conseguir? No serían, en absoluto,
quimeras de ilusos, pues, aunque no se hicieran realidad, nos
impulsarían a progresar con la energía de la utopía...
La solidaridad mueve mucho mercado. No hay más que
fijarse en los aditamentos solidarios de ciertas publicidades, los proyectos
sociales de determinadas entidades financieras o los programas presuntamente
solidarios de algunas televisiones, que en el resto de su programación no se
caracterizan por tratar con dignidad a las personas precisamente. Pero dar un
barniz solidario a los productos, sea cual sea su naturaleza, suele reportar
jugosos beneficios a los balances de resultados, que -no nos engañemos- es lo
que más interesa. Son bomberos que nos piden agua para apagar los fuegos
consumistas que ellos mismos atizan cuanto pueden.
Por no hablar de los así llamados ‘embajadores’ de la
solidaridad oficial, que en su intimidad disfrutan de unos caprichos de lujo
insultantes; como el de la que acaba de regalar a su marido una isla en forma
de corazón, ‘ideal para escapadas románticas’. Su precio: quince millones de
dólares. ¿Cómo osará viajar luego a África con una camiseta, para abrazar
sonriente a un mocoso lleno de moscas?
La excusa de la solidaridad nunca debería servir para
traspasar ciertas barreras. Al contrario, solidaridad tendría que casar con
responsabilidad social, impulsar a opciones de vida más sobrias, menos
estridentes, más justas, en definitiva. Esa es la solidaridad de los milagros,
la verdadera, y no la que justifica cualquier cosa con una recaudación, siempre
insuficiente y no pocas veces indigna.
(Mundo Negro)
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