El problema de estar siempre quejándonos es que acostumbramos al
cerebro a emitir mensajes negativos y a ver sólo el lado oscuro de las cosas.
Por el contrario, cuando somos optimistas –o “somos impecables con nuestras
palabras”, nuestra energía sube y tenemos ganas de actuar en el mundo y de
hacer felices a los demás.
No es fácil evitar la queja en un mundo donde nos hemos habituado a
usarla como punta de lanza en nuestra batalla contra los demás. “¿Cómo no
quejarse de la injusticia, de la violencia o el maltrato, o de los bajos
sueldos?”, dice el sentido común.
En realidad, evitar la queja no significa dejar de actuar para mejorar
el mundo, abstenerse de peticionar ante las autoridades o dejar de reclamar el
cumplimiento de la ley. Quejarse no debe confundirse con la crítica
constructiva a través de la cual le hacemos saber a alguien que ha cometido un
error, y no significa soportar malas conductas o actitudes. Hace falta hacernos
conscientes de que, pese a todas las injusticias mundanas que podríamos hallar
para quejarnos de viva voz y con toda razón, la mayoría de las veces nos
quejamos de temas triviales y ante nuestros seres más cercanos.
La queja asoma de forma mecánica, se nos pega ante la cercanía de
quejosos consuetudinarios o la copiamos inconscientemente de la letanía de
quejas que bombardean los medios de comunicación.
La queja a evitar es esa rutina inútil e
improductiva, la palabra negra que lanzamos a diestra y siniestra incluso ante
situaciones que no tienen solución. Es un ejercicio de higiene de la palabra,
que nos vuelve más fuertes.
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